I
“Sólo ábrelo”
Entonces me
dispuse a hacerlo.
Descolgué
de mi cuello el medallón de plata, lo abrí, y comenzó a suceder como en un
sueño. El tiempo transcurría lento, imperceptible, detenido en el momento, no
sabría decirlo. Las olas ya no lo eran, se convertían en pinceladas blancas
sobre una suave capa de verdes y azules, igual que un cuadro de Monet, y encima
de ellas, cirros de algodón flotaban en el bello cielo teñido de naranja y rosa.
El paisaje todo me da la impresión de un fotograma. Sentí la arena, infinitos
granos de arena fina mezclados con agua bajo mis pies, residuo de las olas del
mar que los envolvían. A mi lado se alzaba la inmensa roca coronada por la casa
de Mafer. La recorrí con la vista y observé que asomado al balcón estaba André.
Se veía muy bien desde allí: un hermoso vigía rubio custodiando la altamar. Mi
cuerpo advertía cada partícula de sal marina elevándose del agua que rompe en
la roca y baña la orilla, los rayos de sol que se extinguía ciñéndose a mi piel
tostada, aferrándose para no morir con el día. En la playa, los muchachos en la
lejanía bailaban al son del tambor. Percibía la misma alegría de volver al
litoral a visitar a la Yenya después de tanto tiempo: el mismo respirar profundo,
la brisa marina, el olor a pescado y salitre inundando mis pulmones, la
algarabía de la fiesta, los amigos, la ansiada reunión de verano, el repiqueteo
del tambor y los shekeres subiendo y bajando en cuatro pares de manos a lo
lejos, el coro de voces, la llamada, el canto cadencioso e incesante que invita
a bailar, a pedir, a rezar, la misma sensación de paz de aquella tarde de abril
reunidos a la orilla del mar…
Me
encontraba en ese feliz instante de mi vida de nuevo, sólo que ahora avanzaba
lento, encapsulado en un espacio de tiempo para que yo pudiese degustarlo poco
a poco, contemplándolo en la calma y la pasividad del momento que no se escapa nunca,
perenne, inmortal. ¿Cómo podía ser posible todo esto? No lo sabía, tampoco me
interesaba saberlo. Si tenía una segunda oportunidad de disfrutar de ello, lo
haría al máximo. ¡Mi hermoso mar! Tanto que quería volver a verlo. Otra vez ese
cuadro natural de la costa al atardecer, con sus olores y colores intactos en
mis sentidos, sólo para mí. Era una sensación extraordinaria.
Podía sentir el aire festivo
acariciándome con dulzura, al igual que lo hace mamá cuando limpiaba una
lágrima («como te encanta llorar, niña»)
resbalando por mi cara. Volteo y allí está, no muy lejos de mí, con el floreado
vestidito playero y el largo cabello suelto. Corro a su encuentro para decirle:
—Mamá, te quiero.
Ignoro si lo dije aquella vez. No importa,
ahora lo he hecho. Me sonríe de vuelta y nos abrazamos. Siento su cálido
cuerpo, la aprieto fuerte, quiero quedarme en su regazo por toda la eternidad.
La oigo cantar. Mi oreja contra su pecho escucha su corazón, que extrañamente
late al compás de la música. Trato de pensar si en la primera oportunidad fue
así también. No lo recuerdo. Me quedo un rato más entre sus brazos, percibiendo
la euforia, el baile y los aplausos alrededor, escuchando a papá cantar mientras
agita el shekere de un lado al otro. Experimento en cada cuenta del instrumento
un sonido distinto, luego todas juntas produciendo una armonía que aviva los
sentidos e invade el espíritu. Entiendo la música como un lenguaje sagrado: la
fuerza de sus acordes despiertan a cualquiera, sea hombre o sea dios. Las sensaciones
que me invaden son tan agradables…
“Ahora ciérralo”
Es hora de
volver. No quiero, pero si no lo hago perderé todo esto para siempre. Con
suavidad deshago el abrazo, mamá me deja ir. Empieza a bailar y a aplaudir. La
miro un instante más. A ella, después a papá haciendo coro, a los muchachos del
grupo, a todos; los miro lentamente, memorizando sus caras una a una, todas con
una gran sonrisa colgada en los labios. Quiero llevarme esas sonrisas a casa,
en especial la de mamá. Le grito:
—Mamá, ¡eres tan bella! ¡Ríete!
Mis
palabras de inmediato hacen que nazca su sonrisa. Una blanca hilera de bonitos
dientes perfectamente unidos se asoma, mientras los ojos se le achican de forma graciosa. Una
ráfaga de aire repentina le alborota la melena negra. Su cabello ondea, está
larguísimo, bello, tan bello como ella. Enmarco esa preciosa imagen en mi
memoria. Me aseguraré de dejar mi cabello crecer igual. Me volteo y camino en
silencio de vuelta al lado de la roca. Junto los pies y fijo la mirada en el
horizonte. Vuelvo a mirar hacia el balcón, mi André ya no está. Frente a mí, la
paleta de colores pastel en el cielo veraniego es de una belleza inefable. Me
paro firme, en espera de las olas. El medallón está en mi bolsillo, apenas
logro sacarlo justo en el momento en que la espuma abraza mis pies descalzos y el
agua con arena se funde con ellos. Entonces lo cierro con rapidez.
II
—Te
quedaste dormida, Laura. Estás demasiado cansada. Te llevaré a la habitación.
Es André. Viene, se sienta a mi lado y me toma
el puño cerrado con el que sostengo el medallón. Al parecer nos encontramos
sólo él y yo en la capilla.
—Ya todos se han ido —continúa diciendo—. Envié
a tu papá a casa. Quería quedarse, pero le insistí tanto que acepto, un poco a
regañadientes. Preferí quedarme yo. Nos quedaremos nosotros dos.
—Siempre al
pendiente, cuidando que todo esté bien. Realmente eres un hermoso vigía, mi
amor. Gracias.
La cara de extrañeza de mi esposo me saca una pequeña sonrisa, la primera en muchos días.
Me levanto de la silla con pesadez. Ni pensar que hace un momento estaba enfundada en una colorida minifalda frente a un sol espectacular, y ahora me encuentro ataviada de negro de pies a cabeza, con un frío terrible. André se pone de pie conmigo, me suelta la mano, entonces aprovecho para colgarme al cuello el medallón plateado. Mi marido me mira con detenimiento mientras lo hago, y tímidamente pregunta:
—¿Era de tu madre?
—Sí, lo era.
El salón cuanto más vacío, más inmenso se me
antoja. Me dirijo al centro, hacia un agradable olor a rosas. Aún los cuatro
cirios en las esquinas del ataúd no se consumen. Alumbran el cuerpo de mamá. Se
ve tan hermosa, parece que durmiera refugiada detrás del cristal. Siento ganas
de decirle “Despierta mamá, no duermas tanto” aunque sé que es inútil. Y preocuparía
a mi marido todavía más. Escucho sus pasos acercarse. Se coloca a mi lado y rodea
mis hombros con su firme brazo. Me recuesto sobre su pecho y siento su corazón
palpitar. Pero ya no hay tambores, sólo silencio. Un silencio grave que me
perturba, así que decido romperlo.
—Sabes amor, mientras dormía soñé con la
fiesta en la playa que hicimos el verano pasado en casa de María Fernanda ¿recuerdas?
Estaba con mi madre de nuevo, y la abrazaba igual que lo hago contigo ahora.
—Por eso
reías. Ya veo.
—¿Cómo?
Levante la cabeza para encontrarme con los
grandes ojos verdes de mi esposo mirándome.
—Mientras
dormías, estabas riendo. Por eso no quise cargarte hasta la habitación, no
quería despertarte. Has llorado tanto…
Me estrechó
contra su pecho, posando con delicadeza su barbilla sobre mi cabeza.
Evidentemente iba a comenzar a llorar también y no quería que lo viera.
—Sí, estaba
soñando con ella —le dije mientras acariciaba su espalda de arriba abajo («como el vaivén del shekere») con
suavidad—. Su recuerdo va a acompañarme siempre, no tengo más que evocarla,
desear volver a verla, y soñar.
—Así es,
nena. Ven, vamos a descansar.
—Como tú
digas.
III
Mi querido
André duerme profundamente. Ha de estar tan agotado, incluso más que yo. Ha
hecho todo por mí. Siento su respiración, su pecho que sube y baja de manera
apacible. Me apego a él y le acaricio el rostro por un rato. No puedo dormir, temo
despertarlo, así que me levanto y en silencio me dirijo hasta la ventana. La
luna llena ilumina la calle como si de un faro se tratase. Pienso en mi madre.
Quiero volver a verla, la imagen más feliz que tenga de ella. ¿Existirá en mi
mente una más feliz que aquella de la playa? No lo creo.
Hago
memoria. Viajo por mis recuerdos. Encuentro uno muy especial. Si, ese es. Lo
tengo.
“Entonces ábrelo”
Saco el
medallón oculto en mi camisón y lo abro. Se detiene el tiempo. Una agradable
fragancia de rosas entra por mi nariz. La aspiro hondo y la siento penetrar hasta
mis pulmones, que gustosos florecerían si pudieran hacerlo. Encuentro a mi
madre allí sentada en el jardín de nuestra primera casa, junto al rosal que con
tanto esmero cuidaba («tus flores
favoritas, mamá ¡y cuanto te gustan las flores! ¿Hay jardines allá en donde estas?
Espero que sí. Un jardín sería tu paraíso ideal»). Tiene los ojos cerrados,
una tierna sonrisa en los labios y el rostro lleno de paz. Su mano aprieta algo
contra su pecho. Me voy acercando con calma, inaudible como el mismo tiempo que
pasa, hasta llegar a su lado. Esta lindísima, alegra el corazón mirarla.
—Mamá ¿estás despierta? —le digo bajito.
—Si hija,
si.
Abre los ojos y me mira feliz, su felicidad
cala hondo en mi alma ¡gloriosa sensación! Lo que me inspira esa mirada es
divino, puro, celestial ¿Qué cosa estaría
pensando que la tiene tan risueña? Se lo pregunto.
—No estaba pensando, hijita —me contesta
jovial— estaba recordando la primera vez que tu padre y yo nos besamos ¿Quieres
verlo?
Acto seguido, abre su mano
y me muestra una joya preciosa: un pequeño y delicado medallón de plata. Con su
mano libre toma la mía y lo deposita en ella mientras me dice:
—Querida
Laura, voy a confiarte una cosa: este antiguo medallón fue creado para
preservar por siempre las memorias de su portador. Los recuerdos nacen en la
mente pero permanecen en el alma, el medallón los recoge del pecho de quien lo
posea, los protege y los guarda. El recuerdo que te voy a mostrar ahora sólo
puedes verlo junto a mí, porque es a mí a quien pertenece, pero si estas atenta
y grabas en tu memoria todo lo que veas y sientas, de seguro en un futuro lo vuelves
a ver. Si quieres verlo, sólo ábrelo.
Mamá desbordaba de alegría, y yo también. La
percibía ansiosa, expectante ante mi respuesta. Ella intuía que yo vería, no la
hice esperar más. Mis manos sobre las suyas abrieron el medallón. Por primera
vez me adentré en un recuerdo.
Un murmullo de agua que corre se apodera de mis
oídos, mojados en el sonido casi de manera literal. Camino entre unos arbustos
percibiendo como el rumor del agua va en aumento, sintiéndolo cada vez más
cerca, hasta que encuentro de dónde proviene. Lo que vi entonces y lo que veo
ahora me sobrepasa, es hermoso. Empapados de pies a cabeza, al borde de una majestuosa
fuente, hay dos figuras: una espigada chica de melena negra y largo vestido
floreado atrapada en los labios de un apuesto joven moreno de traje y corbata. Son
mis padres en la flor de la juventud, fundiéndose en un apasionado beso de amor.
Si existe alguna melodía para la felicidad, sin duda es el latir de dos corazones
enamorados al unísono. La felicidad de mis padres comenzó a sonar con la
melodía más bella de la tierra, imposible de olvidar. Podía escucharlos a la
perfección, latiendo acompasados, armoniosos. Podía sentirlos en mi interior. Y
el olor del amor, dulce olor a bosque húmedo de lluvia, perfumó mi alma con la
frescura de amar, esa que sólo emiten aquellos que se aman de verdad. Aquel beso
era la gloria infinita, quedaría grabada por siempre en mi memoria y en mi
corazón…
“Ahora ciérralo”
Sentí
la voz de mamá, proveniente del jardín. No sabía por qué, pero así era.
Proteste:
—Mamá esto
es tan hermoso, se siente tan bien… ¡Tú y mi papá se aman tanto! El amor se
siente tan grande, del tamaño de nuestra casa de campo, aún no me quiero ir.
“Ahora ciérralo, si no lo haces perderás el
recuerdo para siempre”
Por nada del mundo quería perder ese momento
en mi memoria. Volví a internarme en los arbustos e instintivamente metí la
mano en mi bolsillo. Allí estaba el medallón. Lo saqué y lo cerré. De repente,
me sentí despertar poco a poco de un dulce sueño. Abrí los ojos y me encontré
con los de mi madre, aún sentada junto al rosal. Ella envolvió mis manos entre
las suyas y susurró:
—Alguien
viene. Cerrará este recuerdo por ti, pero no te preocupes. Ningún recuerdo se
pierde cuando lo cierra quien nos ama. Ya no te sientas triste ni llores más
por mí. Me tienes aquí…
IV
—Nena, por
Dios, ¿Qué haces? Con este horrible frío y tú en camisón, te has quedado
dormida ahí con la ventana abierta. Vamos a acostarnos.
André me había cerrado
en medallón y se disponía a llevarme en brazos a acostar. Antes de que me
levantara lo detuve.
—No, amor,
un momento, espera. Debo hacer una cosa más.
—¿Qué cosa?
Ambos
parecíamos unos dementes parados allí, a las dos de la madrugada, en medio de
la capilla funeral. Mi esposo observaba mis movimientos en silencio,
visiblemente molesto. Mientras más callado más enojado está, lo conozco. Después
de encender las luces, le pedí que abriera el ataúd. Abrió los ojos como
platos, incrédulo, pero lo hizo. Me acerqué al cuerpo de mi madre, desabroche
el medallón de mi cuello y lo puse sobre ella, en su pecho.
—Mamá, tenías toda la razón. Te tengo aquí, no
en este amuleto sino en mi alma. Ya no estarás conmigo, pero estas dentro de mí.
Si me quedo con el medallón no voy a dejarte en paz, es mejor que te lo lleves.
Ya no voy a preocuparme ni a llorarte más, tenlo por seguro. Y a ti tampoco voy
a preocuparte, amor, lo prometo.
Cruzado de brazos junto a la puerta, de
espaldas a mí, André ni se dio por aludido. Fui hasta él, lo abracé por detrás
y le pregunté con dulzura:
—¿Escuchaste
lo que te dije?
—Entiendo
lo difícil que es para ti, nena —respondió, girándose para corresponder a mi
abrazo—. Lo único quiero que descanses un poco, aunque sea por un momento.
—Lo sé,
amor. Perdón por inquietarte —le dije.
—Perdón por
enojarme —me respondió con una melancólica sonrisa, y agregó— ¿Ahora si deseas
volver a la cama?
—Sí.
Nos
separamos y André volvió a cerrar el ataúd, luego de darle una última mirada a
mi madre y despedirse con un pesaroso “Hasta siempre”. Apagamos todas las luces
y nos dirigimos a la habitación. Al llegar a las escaleras, mi esposo me tomó
en brazos para llevarme hasta la cama.
Le pedí que me besara.
Nos dimos
un prolongado beso, divino, casi eterno, hasta que nos quedamos sin aliento.
Recosté mi cabeza sobre su pecho y dije:
—Amor ¿sabes
cuál es el sonido de la felicidad?
—Al menos sé
que sabe a tus labios —me respondió sonriendo— pero el sonido no lo conozco. Dímelo
tú.
—Es el latir
de dos corazones que se aman palpitando al unisonó. Por eso cuando me besas, al
final te abrazo y apoyo mi oído en tu pecho mientras pongo una mano sobre el
mío. Alguien en algún momento me enseño esto, pero ya no lo recuerdo.
FIN